Paquito y el coco (por Marisol Gamo)


Duérmete, niño
duérmete ya
que viene el coco
y te llevará.


A Paquito se le cerraban los ojitos de puro sueño. Pero no quería dormir, no sea que viniese el Coco y se le llevase a algún sitio frío y oscuro. Al tenue resplandor que se filtraba por entre las cortinas, divisaba los muebles conocidos de su habitación: los pies de su cama, la colcha de alegres dibujos, la mesilla con la lámpara del osito, el póster con la Dama y el Vagabundo comiendo espaguetis.
Cerró un momento los ojos, y cuando los volvió a abrir, vio a alguien de pie en medio de la alfombra que le miraba en silencio. Sin embargo, no tuvo miedo.
-¿Quién eres?- preguntó muy bajito, para no despertar a sus padres que dormían en la habitación de al lado.
-Soy el Coco- le contestó una vocecita tan aguda como la suya.
-¡Anda ya, -dijo Paquito- el Coco no existe, que me lo ha dicho a mí, mi mamá..
-Bueno, como tú quieras –respondió el Coco- Si te pones así me iré y no volveré más.
Paquito se sentó en la cama y miró con atención al ser que tenía delante. Algo raro pasaba, pues a pesar de estar oscuro, veía perfectamente. El Coco no parecía un coco. Paquito siempre se había imaginado un ser horroroso, con greñas grises y dientes largos, vestido con ropas oscuras y con una voz grave y cavernosa. Sin embargo, delante de él tenía un niño de su edad. Es verdad que tenía los ojos muy redondos, y la nariz muy chata, pero mamá siempre decía que cada persona es diferente y que no hay que reírse de los que son distintos.
La ropa del coco también era un poco rara. Llevaba unos pantalones anchos de un color azul brillante y una especie de chaqueta amarilla como un limón, y lo peor de todo, un gorrito ridículo de color verde, que recordaba al de Peter Pan. Su madre nunca le hubiese permitido llevar una ropa tan llamativa. Siempre decía que eran mejores los colores discretos, que así no se cansaba uno de ellos.
-Eres muy pequeño para ser un coco- dijo por fin Paquito-¿Cuántos años tienes? Yo tengo seis y ya sé leer.
-Huy, yo no sé cuantos años tengo. Nosotros, los cocos, no cumplimos años, sino lunas. Yo tengo 85. Pasado mañana será mi cumplelunas y cumpliré ochenta y seis.
-No existen los cumplelunas –dijo Paquito-, te lo estás inventando todo.
-Muy bien, yo no soy un coco, porque te ha dicho tu mamá que los cocos no existen, ni tengo ochenta y cinco lunas, ni estoy aquí. Pues a mí mi mamá también me ha dicho que los hombres no existen, y sin embargo me parece que eres de verdad.
-¡Pues claro que soy de verdad! Pero, oye, ¿tú también tienes mamá?
-Claro, tonto –dijo el coco, muy satisfecho- Tengo una mamá Coca y un papá Coco, como todo el mundo. Vivimos en una cueva preciosa y tengo una habitación llena de juguetes –mientras hablaba miraba a su alrededor como con pena.-Si quieres te los enseñaré.
-Yo también tengo muchos juguetes –contestó Paquito- Los Reyes Magos me han traído muchísimos, y además, como pronto será mi cumpleaños me regalarán muchos más.
-Pero los míos son diferentes. Tengo patines de aire y globos de colores, pelotas saltarinas y alas de papel. Si vienes conmigo te dejaré jugar con alguno.
-No me dejan salir de casa solo. Además es de noche y me da miedo.
-No irás sólo, sino conmigo. Tus padres están dormidos y no se enteran de nada.
-Pero mi padre echa la llave antes de acostarse, y se la lleva a su mesilla. No podremos salir.
-¡Ya lo creo que sí! No nos vamos por la puerta, sino por el balcón.
Como si conociese la casa de toda la vida, el Coco se dirigió sin hacer ruido hacia el salón. Abrió la puerta de la terraza y salió. Paquito le siguió y allí, en un rinconcito vio un paquete misterioso. Del interior del paquete el Coco sacó unos objetos muy extraños, que Paquito no supo que eran.
-¿Qué es eso? –preguntó.
-Son alas-dijo el Coco.- Mira, éstas de mariposa son las mías, y éstas de mosca, que ya no uso casi nunca, te las voy a dejar a ti.
Las alas tenían una especie de correajes, y el Coco enseguida se puso las suyas y ayudó a Paquito a ponerse las otras.
Paquito se dio cuenta de que podía mover las alas. Cada vez más deprisa se movieron estas, y pronto se elevó del suelo de la terraza y superó la barandilla. Más y más arriba fue, hasta que vio una especie de mariposa gigante que le perseguía. Cuando estuvo a su altura reconoció al Coco. Éste le gritó:
-Sígueme, que te llevaré a mi cueva.
Al principio a Paquito le costó volar en línea recta, pero pronto se encontró siguiendo al Coco por encima de las luces de la ciudad. Cuando dejaron éstas atrás, el Coco empezó a descender, y se posó con suavidad en la entrada de una cueva. El niño lo hizo con más torpeza, pero consiguió no romperse nada en el aterrizaje.
-Mis papás no están, pero podemos pasar a mi habitación.
Dentro de la cueva, una luz brillante parecía salir de las paredes. Cruzaron varias salas y llegaron a la habitación más extraña que Paquito había visto nunca. Estaba toda llena de objetos que el niño no sabía lo que eran ni para qué servían.
En un rincón, había una especie de globo enorme, con forma de cama.
-¿Qué es eso?- preguntó al Coco.
-Pues mi cama, que va a ser. Ya sé donde podemos ir. Vamos al mar. Sujeta esta bolsa.
Mientras Paquito sujetaba la bolsa, el Coco fue introduciendo en ella unos objetos que al niño le parecieron trajes de goma y aletas de natación.
El Coco se colgó la bolsa por delante, pues las alas no le permitían ponérsela por la espalda y echó a andar con el niño detrás.
Casi sin esperarle, nada más salir de la cueva, empezó a volar, con Paquito siguiéndole, mudo de asombro.
Según se alejaban de la cueva, Paquito vio como la línea de la playa se acercaba a ellos. Esta vez el niño consiguió aterrizar con mayor facilidad, y nada más poner los pies en la arena, comenzó a desabrocharse las alas, como vio que estaba haciendo el Coco. Éste sacó de la bolsa dos trajes de buzo y cada niño se puso uno con las correspondientes aletas y botellas de aire, que no se había fijado Paquito, pero también iban dentro de la bolsa del Coco. Una vez equipados, se metieron en el agua.
La luz de la luna iluminaba el fondo del mar perfectamente y pasaron al lado de peces que se movían todos a una, como en un baile.
De detrás de una roca enorme, de repente aparecieron varias focas.
-Hola globglub- dijo una- ¿Quiénes glob sois vosotros glubglob?
La foca hablaba muy raro. Cada vez que abría la boca, la salían burbujitas, y golgloteaba continuamente.
-Yo soy el Coco – dijo éste- y este es Paquito, un amigo mío. ¿Queréis que juguemos a algo?
-¡Vale, vale glub, glub!- dijeron todas a coro entre innumerables glogloteos.
-Al fútbol –se atrevió a decir Paquito, que siempre marcaba algún gol en el recreo.
-Muy bien -dijo el Coco.- Busquemos una pelota.
Paquito empezó a mirar a ver si encontraba algo que le sirviese de pelota, cuando se llevó un susto tremendo, pues en lo que había creído que era una roca enorme, se abrió un ojo, enorme también. El ojo le miró y al lado del ojo, se abrió una boca inmensa, casi tan grande como la cueva del Coco. De la boca salió una voz grave, que retumbó como un trueno.
-Yo también quiero jugar, porque no hay quien duerma con el ruido que estáis haciendo.
Y la roca movió unas aletas que Paquito no había visto y se convirtió en una ballena tan grande como una casa.
Una de las focas llegaba en ese momento con una bola de algas, que muy bien podría servir de pelota.
-Nosotras vamos juntas glub.- dijeron las focas.
-Vale- dijo el coco,- entonces Paquito y yo iremos con la ballena. Tú, ballena, serás la portera, y tú y yo, Paquito, seremos delanteros.
-¿Puedo jugar yo también?- Dijo en ese momento un pulpo enorme, agitando sus tentáculos sin parar.
Tú vienes con nosotros- contestó Paquito.
En cuanto comenzó el partido, el pulpo dio un pase magnífico, que Paquito convirtió en gol.
El pulpo casi le ahogó, abrazándole con tres o cuatro tentáculos al mismo tiempo, pero Paquito estaba tan contento que no dijo nada.
El partido siguió un rato, pero las focas se aburrían, pues la ballena tapaba toda la portería y no había forma de meter gol. Así que se fueron protestando entre glogloteos.
El Coco se despidió del pulpo y la ballena y se fue casi corriendo hacia la playa. El niño, detrás de él, se dio cuenta de que el cielo estaba aclarando. Se pusieron las alas encima de los trajes de buzo para ganar tiempo, y a Paquito le daba tanta risa de ver al Coco con esas pintas, que casi se choca contra una ventana de un rascacielos. En la terraza de casa se quitó las alas y el traje, e hizo con ello un paquetito que cogió el Coco.
-Adios, Paquito, que mis padres me van a pillar que no estoy en mi habitación.
-Adios, Coco. Vuelve mañana por favor.
-Hasta mañana, entonces- dijo el Coco- volando hacia su cueva.
Paquito se metió en su cama, y le parecía que no había hecho más que cerrar los ojos, cuando ya estaba su mamá llamándole para que se levantase.
Durante todo el día, de cuando en cuando se acordaba de su nuevo amigo, y no veía la hora de volver a acostarse para esperar su visita.
Desde esa noche, siempre que oía la cantinela del Coco, no pensaba en seres horrorosos de largos dientes y greñas largas, sino en un niño parecido a él que vendría a llevarle a sitios maravillosos.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

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De Marisol Gamo.