Tranquilo, fiera, tranquilo.

La casa de Alfonso es pequeña incluso para él solo: una habitación que hace las veces de dormitorio y salón, una cocina en la que con dificultad caben dos personas y un cuarto de baño con su váter, su lavabo y su ducha. No entiendo como no se ahoga. Estamos en la habitación principal, sentados en el suelo frente a su cama, y varios chismes cuelgan de la pared en la que apoyamos nuestras espaldas:una bandera de Cuba, un paraguas enorme con los colores del arco iris, un arco que adivino originario de Canadá, un sombrero, un tablón de corcho con fotos y notas varias, y más cosas del estilo. Estoy seguro de que cada uno de estos objetos significa algo importante para Alfonso, pero nunca le he preguntado sobre ellos. Llevamos media hora de charla bebiendo cerveza, haciendo tiempo para lo que se viene: son las fiestas del barrio y pensamos ir a un concierto de rock que dan al lado de su casa.

Alfonso es un tío tranquilo. Cuando le pillas en plan sincero reconoce que tiene un problema con la bebida, pero lo disimula bien. Calvo con apenas treinta años (se rapa el poco pelo que le queda) y gafas de pasta, siempre viste con ropa ancha de estilo hippie. No pasa desapercibido. Es, a estas alturas de mi vida, lo más parecido que tengo a un amigo. En estos momentos dice:

- Oye Ricardo, ¿y cómo ves el ascenso de la izquierda en Francia? ¿Crees que significará un cambio de rumbo en la política europea?

- No tengo ni idea, Fon. Pásame otra cerveza.

Alfonso cree en la política. Está convencido de que se pueden cambiar las cosas mediante las urnas. Yo tampoco intento hacerle cambiar de opinión: cada loco con su tema. Él se levanta y saca de la nevera un par de latas. Cuando vuelve me pasa una y sigue:

- Pues yo creo que sí, Ricardo. Es lo que Europa necesita, políticas de izquierdas. 

- Ni lo sé ni me importa, Fon. Oye, ¿a qué hora es el concierto?

Y resulta que el concierto empieza en media hora. Nos terminamos las cervezas tranquilamente, sin hablar. Los alcohólicos sabemos disfrutar del silencio.

Salimos de su casa y nos damos cuenta de que la calle está llena de gente. Parece que el concierto va a ser multitudinario, algo que no teníamos previsto. Bueno, pienso, más chicas, hace más de un mes que no me como un rosco. Alfonso pasa de estos temas, es algo que le envidio.

Llegamos a la plaza y nos la encontramos atiborrada. No es una plaza muy grande, pero sí lo suficiente como para que se junten varios centenares de personas. La rodean unos cuantos árboles todavía decorados con las luces de Navidad. Pillamos sitio al fondo y esperamos tranquilamente a que suenen los primeros acordes, algo que ocurre al poco tiempo. Entonces se desata la locura, la gente baila y yo no voy a ser menos, así que lo doy todo. Recibo golpes en todas las partes de mi cuerpo y desde todas las direcciones, pero me da igual: yo también reparto a diestro y siniestro. Patada va, empujón viene.

Al cabo de un rato me siento cansado, ya no tengo edad para estas cosas. Decido apartarme un poco del mogollón y observar desde la barrera. Busco a Alfonso con la mirada, pero no le encuentro. Decido alejarme y buscar a algún latero al que comprarle una cerveza, y en una calle paralela me encuentro con un grupo de punkies sentados en la calle y fumando canutos. Me deben ver cara de drogadicto, porque uno de ellos dice:

- Oye tío, ¿quieres algo de speed?

Y, bueno, mi relación con las drogas es extraña. Hace años decidí consumir lo que se me ofreciera, y ésta parece ser una de esas ocasiones. Le digo que sí y me vende un gramo por veinte euros.


Me alejo de los punkies buscando un portal donde meterme la primera raya. La calle está llena de gente y no es tarea fácil, pero encuentro uno relativamente cerca de donde se celebra el concierto. Es un portal oscuro, con una pequeña entrada que me mantiene oculto de miradas indiscretas, o eso creo. Así que ahí estoy yo, en un portal cualquiera tratando de pintar una generosa raya de speed en mi cartera sin llamar mucho la atención. Tengo claro que he fracasado en lo de ser discreto cuando una chica se me acerca y pregunta:

- ¿Eso es coca? ¿Me invitas a una?

La chica es bastante guapa, aunque se le nota en los ojos que está colocada, seguramente de alcohol. Lleva una falda estampada que le llega hasta los tobillos, y una camiseta negra que deja ver un bonito escote. Pienso que me la follaria hasta que uno de los dos muriera mientras digo:

- Qué va, es speed. ¿Te pinto una?

- ¡Claro! -contesta.

Se sienta a mi lado. Yo sigo a lo mío y ella dice:

- Me llamo Claudia. ¿Y tú eres...?

- Ricardo. Un placer -contesto.

Interrumpo mi tarea para darle dos besos, y la tía se lo monta para que la comisura de nuestros labios se roce. Aquí hay tema, pienso. Ella me mira y sonríe, y decido que es el momento de atacar. La cojo por la nuca y la beso. Nuestras lenguas se encuentran e intercambian fluidos durante un par de minutos. La cosa se va calentando y le cojo un pecho. Ella se ríe y se aparta, diciendo:

- Tranquilo, fiera, tranquilo.

Mujeres, pienso, no hay quien las entienda. También sonrío y retomo mi tarea. Me lleva un par de minutos terminarlas, y saco un billete de diez para hacer el rulo. Esnifo la que me parece más generosa y le paso todo el material a Claudia, que hace lo propio. Entonces digo:

- ¿Qué quieres hacer ahora, Claudia? ¿Vamos al concierto?

- No, tío, estoy con unos amigos bebiendo en un bar de aquí cerca. He salido a comprar tabaco, debería volver ya.

Y no sé por qué pero no me sorprende. Era demasiado bonito, demasiado fácil. Digo:

- Bueno, pues encantado de conocerte, Claudia. Pásalo bien.

- Lo mismo digo -contesta ella.

Me da un beso y se va por donde ha venido. 

Es entonces cuando me noto el speed, necesito moverme, así que vuelvo a la zona del concierto pensando que a lo mejor me encuentro a Fon. Me sumerjo en la multitud para bailar como un loco, que en cierto sentido es lo que soy, y así me paso la siguiente hora y media. El concierto termina y estoy empapado en sudor, pero ha valido la pena. Me dispongo a volver a casa de Alfonso, donde supongo que nos acabaremos encontrando. Llego al portal y llamo a su timbre, pero nadie contesta. Repito esta operación un par de veces. Finalmente me siento en el suelo pensando que llegará dentro de poco.

Al cabo de media hora de soledad decido moverme. ¿Qué le habrá pasado a Fon? Cualquiera sabe. Empiezo a caminar por calles llenas de gente sin un rumbo definido, mi casa puede esperar. Me siento cansado, por lo que me oculto en un portal para meterme la segunda raya. Esta vez el tema es más rápido y sin sobresaltos. Salgo de allí envalentonado y pensado en entrar en algún bar de la zona, la noche es joven.

Descarto un par de ellos por estar llenos de gente, no me apetecen más multitudes. Encuentro uno relativamente cerca de la zona del concierto que parece estar medio vacío, así que entro y enfilo hacia la barra. Me siento en uno de los taburetes libres y busco con la mirada al camarero. Me pido un güisqui.

Llevo bebida la mitad cuando una mano me toca la espalda, diciendo:

- ¡Hola! ¡Menuda sorpresa! ¿Qué haces aquí?

Es Claudia. La miro sonriendo y contesto:

- ¿Crees en el destino?

Sonríe, me rodea con sus brazos y me besa. Dice:

- Pues no mucho, la verdad.

Y:

- ¿Te apetece que salgamos a dar una vuelta?

Sonrío, me termino mi güisqui de un trago sin apartar la mirada y digo:

- Sí, me apetece.

Salimos del local cogidos de la mano. Al cruzar la esquina la apoyo contra la pared y nos besamos. Esta vez sí me deja tocarle los pechos. Me pregunto si lo haremos en su casa o en la mía. 

No es algo que me importe.

Confia en mi.

La música no era gran cosa, pero había dos chicas en la barra y eso era motivo suficiente para quedarme un rato más. Me acerqué dispuesto a iniciar una conversación con la que primero me mirara. Por aquella época salía solo bastante a menudo, y había desarrollado una envidiable tolerancia al alcohol: llevaba bebiendo desde las diez y me quedaba cuerda y dinero para rato. Fue la morena, y dije:

- Hola, me llamo Ricardo, ¿y tú eres…?

No recuerdo qué contestó, pero sí que su actitud me pareció amistosa, suficiente para presentarme también a la rubia y apoltronarme en el taburete que estaba libre a su lado. Busqué con la mirada al camarero y me pedí una cerveza mientras pensaba cual iba a ser mi próximo movimiento.  Tenía que ser rápido, así que dije:

- ¿Sois de Barcelona?

Y sí, lo eran. Empezamos a hablar no recuerdo de qué, pero al cabo de un rato la cosa iba bien. Conseguí que se rieran un par de veces, y acabé enterándome de que eran amigas del dueño del local, que rondaba por ahí. Entonces decidí pasar al ataque:

- ¿Y qué vais a hacer luego? Conozco un par de locales que cierran cuando empieza el día, podríamos ir los tres cuando cierre este sitio.

La idea no les pareció mal, pero noté reticencias. Lo cierto es que la morena me estaba poniendo cachondísimo. Tenía que conseguir que se viniera conmigo, era el reto de la noche. Cambié de tema pensando que el discurrir de los acontecimientos me favorecería, y que acabaríamos bailando por ahí hasta el amanecer, momento en el que me acercaría a ella y le plantaría un besazo eterno que la llevaría hasta mi cama. En ese momento se acercó un tío de unos cuarenta años, que dijo:

- ¿Quién es este? ¿Os está molestando?

- Pero qué dices, tío –dije-.  Estamos charlando tranquilamente, déjanos en paz.

Resultó ser el dueño del local, y no sé qué tengo pero los dueños de los locales suelen odiarme. Esta vez no fue una excepción. El cabrón me cogió por los hombros y me empujó mientras decía:

- Lárgate de aquí, hijo de puta.

Caí al suelo. Quise levantarme dispuesto a partirle la cara, pero el alcohol me jugó una mala pasada y tropecé, cayendo otra vez. En ese momento me di cuenta de que ya no tenía nada que hacer. Humillado, conseguí levantarme con la intención de despedirme de las chicas y, con un poco de suerte, conseguir su teléfono, pero cuando el dueño vio que mi intención no era marcharme inmediatamente me dio otro empujón, esta vez hacia la puerta.

- Que te largues, ahora –dijo, alzando el puño.

Y, bueno, suelo tener buen ojo para detectar peleas que puedo ganar, y esta vez no me pareció que tuviese muchas opciones. Salí del local. No he vuelto a pisarlo.

Así que ahí estaba yo, solo, en la calle, borracho y cachondo. Hay una parte de mí que solo habla en ocasiones especiales, y ésta pareció ser una de ellas: no estaba dispuesto a aceptar la derrota y largarme a casa sin vivir algo más, así que decidí coger el primer taxi y pedirle que me llevara al prostíbulo más cercano. Llegamos en unos quince minutos. Esa noche iba a follar sí o sí.

Me recibió un tipo duro, hablamos de precios, pagué y me hizo pasar a una sala con varias sillas, donde me senté y esperé el desfile. Escogí a una argentina de ojos azules y muy buen tipo, que me llevó a la habitación donde íbamos a hacerlo. Me duché y nos pusimos a hablar.

Nunca he ido a saco con las putas. Me gusta hablar con ellas y crear cierta confianza. Resultó que la argentina se llamaba Claudia y que tenía un hijo de tres años. También me contó que llevaba dos días sin dormir por culpa de la coca, y que si la compraba medio gramo me invitaría a una fiesta que iba a dar en su piso al día siguiente.

Accedí. Resultó que el tipo duro era también el camello, y la coca se la compré a él. La pagué con tarjeta. Así que allí estábamos Claudia y yo metiéndonos rayas, charlando, creando buen ambiente para lo que se iba a venir. Al cabo de unos veinte minutos decidí pasar a la acción, y la besé mientras le metía mano. Entonces ella dijo:

- ¡Ah! ¡Me haces daño!

Yo no había hecho nada brusco, pero paré. Ella dijo:

- Hoy no es un buen día, espérate a la fiesta. Allí te dejaré hacerme todo lo que quieras, y gratis.

Y:

- Habrá más chicas. Una de ellas es actriz porno. Confía en mí.

Y eso hice. Seguimos charlando un rato más, me dio su número de teléfono. Pasó la hora y me fui de allí, pensando que al día siguiente iba a vivir una de las mejores fiestas de mi vida.

Nunca contestó a mis llamadas.